Seducciones
Por Carlos Morán/ Zona Libre
Algunas horas antes de ese momento, en el que hacían el amor en una habitación de hotel, ella jamás lo había visto y menos lo conocía y él no había escuchado nunca hablar de ella, como suele suceder en esta vida cotidiana y repetitiva. El azar de la noche -de la vida- les había conducido a la misma fiesta, una de esas improvisadas reuniones que se dan en un antro y a donde se llega para alejar el tedio y porque no, encontrar algo que sino llena el alma, la deja tranquila aunque después con mayor pena y escozor por el puro deleite corporal.
Sí, sucedió en un antro en donde alguno toca la tambora, otros bailan con movimientos perversos alrededor de la mesa, se escuchan coros desmemoriados atarantados por el alcohol y toda la concurrencia bebe hasta que no queda nada que beber.
En cada espalda existe una historia a cuestas. La del chico -tal vez- una vida consagrada a su trabajo y a la búsqueda de la felicidad que no ve en puerta, del que ya habría comenzado a recoger suculentos frutos para sostener a tres niños que comparten un hogar distinto. Una semana pesada, lenta. La posibilidad de un hijo que aún no llega colándose sin permiso entre sus sueños con la nueva mujer que, aunque no le agrada, le sirve de compañía. Una mujer que le ama a medias y le besa al despedirse cada mañana con la esperanza de un día mejor que el anterior y sin avinagrado humor, incluida esa.
La de ella, -podría ser- una carrera que comienza, sin saber exactamente cuál; un amor eterno en cada puerto y la inexplicable necesidad de abandonar todos los puertos porque ningún barco logra anclarla con promesas firmes y seguras. Meses de tedio aceptando las últimas ausencias. Un día más, en su colección de días cualquiera en donde estudia, trabaja, come y conoce un nuevo “amor”, que podría salvarla de vivir esa existencia vulgar que incluye a dos hijos producto de sus noches de expedición y conquista como la de hoy.
Ella se aburría, como había previsto que se aburriría en esa fiesta antes de llegar, antes de hacer sus cosas en la tarde, antes de vestirse para salir de su cuarto en Mazatán, antes de abrir los ojos ese día y recordar que dos niños la extrañan en casa de su abnegada madre que la mira sin atreverse a juzgarla. Sin embargo, presentía que algunas noches es mejor aburrirse acompañada, y se dejaba estar, entre rones y canciones. La noche debía estar muy entrada en botellas cuando él se animó a sentarse a su lado, o sencillamente encontró ese único lugar vacío y se sentó dejándose llevar por el destino que retamos en cada esquina, en cada acera por no ver la realidad y buscar la esencia que nos convertirá en seres universalmente felices.
Podría ser que ella no fuese la única aburrida. Su mirada, que antes vagaba en desorden entre tantas caras desconocidas, jugando a buscar en sus gestos alguna pista de sus historias, se detuvo de pronto en el rostro del sujeto que había venido a sentarse y ahora le ofrecía cigarrillos (no fumaba, solo los llevaba y lo hacía para socializar, apoyar el mareo y escapar de la realidad de una nueva mujer en su vida, un nuevo compromiso, una nueva casa y una cárcel que deseaba a veces pero siempre negaba cuando las aguas tomaban su curso arrepentido)
Digamos que no le pareció singular, sólo un rostro que la acompañaba y que ella quiso imaginar como otro que en silencio y a su manera se reía de los demás. Tal vez por eso,-o porque volvió a presentir ¿por qué no?- decidió quedarse en su silenciosa compañía. Una palabra, dos, un breve diálogo. Poderoso vínculo construido a fuerza de alcohol y tabaco. Indestructible, como suele ser el alcohol; típico vehículo que no falla para desinhibirse y coger valor ante lo que queremos y tememos gustosamente en nuestra real sobriedad.
Poco después ella dibujaba enredaderas con su dedo sobre el regordete brazo de este hombre de la fiesta, y él le susurraba empalagosos elogios al oído sin conocerla, le cantaba a capela una canción de Celso Piña. Una lógica correcta indicaría que habría podido ser cualquiera: otra razón para desconfiar de la lógica correcta, porque era éste y no otro, debía ser éste, porque era el elegido entre los rostros parecidos. Es probable que él también haya pensado: la elegida, la misma mujer, al mismo final de siempre el mismo paraíso pero con distinta cerradura, una nueva aventura que mermaría su doloroso yo acompañado de una tercera mujer que lo esperaba como esposo, marido y futuro padre de un cuarto niño que deseaba fuese niña en busca de un crío que le asentara las válvulas de su inestable motor.
El primer beso, no en la boca porque como las cortesanas “en la boca nunca”. Levantarse y fingir un baile para disfrazar el abrazo. Sentir su cintura bajo la tela del vestido, beber un último trago servido en la boca de esa chica de la fiesta. Tomar un taxi hasta el hotel de la Quinta Sur. Desvestirse con prisa desde el lavadero arrancándose a tirones los botones, casi con rabia por tener que hacerlo en vez de encontrar la piel dispuesta a los embates del deseo. No hacer el amor, sino copular dejando la vida misma en esa piel extraña. Compartir la saliva, el sudor, aquellos gritos ahogados en sus pechos. Levantar las piernas, entrar en otro cuerpo tibio que se abre, una y otra vez, hasta apagarse del cansancio anticipando que minutos después nada quedaría ni en la esquina del último recuerdo de su cerebro aturdido que busca y busca.
Suponemos que después vino el vacío del sueño. Despertar al primer rayo de sol, recoger las propias cenizas de la cama y marcharse, cada quien por su camino, a continuar la vida. Ella devuelta al cuarto con el remordimiento de los hijos a quien mejor hubiera visto en vez de un rato de placer banal con un extraño que solo llenó el momento. Ambos de regreso a los brazos de quien les ama, con ese otro amor que no es indestructible; con ese amor que tolera porque no tiene otra escapatoria, y es que unirse a un hombre con pasado turbio es un boleto al infierno sin retorno a casa, sin derecho a una nueva oportunidad, y gastar el tiempo con una mujer de fiesta de una noche implica solo un tiempo muerto, nada que celebrar, absolutamente, solo otra vez en casa con una mujer que solo aprecia y que cambiará después…
La gente de la fiesta -es probable- seguirá murmurando todo el día: el galán se ha salido con la suya; qué chica fácil aquella, habrá que invitarla de nuevo. Y la misma gente seguirá diciendo con la frente en alto que existen valores universales, y que lo bueno, es bueno para todos. Graciosas extravagancias de la consciente ceguera social en donde el placer se convierte en la búsqueda perdida del amor que no existe pero que está en todas partes, en donde uno no desea voltear de nuevo por miedo, por inseguridad y pequeños trastornos que nos siguen hasta el fin del último segundo de vida.
Esa misma mañana, en una universidad católica a dos mil kilómetros, otra mujer era expulsada por su actitud provocadora: habría una fiesta tras las clases, ella asistiría con su novio y por eso usaba un cortísimo vestido. Sus hermosas piernas exhibidas, más largas aún por sus majestuosos tacones, hirieron el orgullo de todos aquellos que no podían tenerlas. La mujer provocadora estimulaba envidia. La multitud llena de ira le gritaba al salir del edificio: "puta, puta, puta". Habrá que contárselo a la gente de la fiesta, a la gente que estaba en el antro la noche anterior para que sepa enjuiciar a una por su aventura y a la otra, solo por eso, por vestirse como se le pega la gana.
Para comentarios escríbeme a morancarlos.escobar@gmail.com
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