(Crónica de un aborto)
Por Carlos Morán
Hace unos días vi entrar a Banamex a una ejecutiva de buen nivel, estaba a punto de darle 2 recomendaciones pero por temor a ofenderla decidí callar. Esto me incita a compartírselo a usted y hacerle las recomendaciones que no le hice a ella: “Cuando se vista de pantalón, mírese que le quede bien y no se le atore tanto trapo entre los glúteos como a la ejecutiva, y vigile que sus zapatos aunque estén de moda, no estén cubiertos de lentejuela plateada (sobre todo si es de día), pues puede parecer que bailó la noche anterior sobre una mesa y se le olvidó sacárselos.
Esta es una historia que hubiera no querido compartir pero es necesario en estos tiempos cuando a pesar de la vasta información, a menudo las mujeres se equivocan, se reprueban a sí mismas por la estúpida debilidad de ser usadas por el hombre de sus sueños. Ella es Luisa, estaba sentada sola, esperaba en la fría y pequeña sala cerca a los quirófanos de una clínica ginecológica privada. Había seis sillas azules con tapizado de tela y una mesita con revistas médicas y publicidad de los grandes laboratorios que perderían el 90 por ciento de su valor negociable si los medicamentos más vitales se hicieran genéricos, o si encontraran una cura definitiva para el sida, la malaria o el cáncer.
Le habían hecho poner una ridícula bata, de esas azulitas para cirugía, un gorro de tela aséptica y unos zapatos del mismo material. Se entretenía mirando una revista de novedades farmacéuticas donde anunciaban las últimas versiones de viagra con fotos de ancianos sonrientes abrazados a siliconadas mujeres a las que triplicaban la edad; y anunciaban también productos milagrosos para borrar las líneas de expresión de la cara y la grasa del abdomen. Esperaba que desocuparan y preparan la sala para su intervención. A sus 17 años enfrentaba uno de los tragos más amargos y difíciles de su vida.
Afuera en la recepción general su amiga Carolina, y su “amiguito” Carlos, esperaban también con impaciencia, cruzando los dedos para que todo saliera bien; intentaban hablar de música, de cine y evadirse de la tensión comentando intrigas y chismes de los compañeros o conocidos comunes de la universidad.
Luisa no podía entender qué diablos falló: siempre había sido una de las mejores alumnas durante todo su bachillerato, salió de un muy buen colegio de monjas, para “señoritas bien”, aunque las mercenarias monjas poco o nada le habían reforzado los valores. Destacaba en sus clases de filosofía, historia, inglés y español. Era muy curiosa, madura, inquieta; y ya en primer semestre de psicología mantenía un bonito romance con su amigo Carlos, un muchacho inteligente y atractivo, con quien llevaba casi un año, iban a la misma universidad aunque estudiaban carreras distintas. En su casa jamás le hablaban de sexo, su padre era de profundo arraigo a los “valores tradicionales”, un buen hombre, austero hosco, muy religioso, responsable con sus obligaciones materiales, pero bastante creyente y poco sensible como para preparar a sus dos hijas para la educación en temas de sexualidad, aunque era evidente que el par de muchachas en la plenitud de su adolescencia ya atravesaban el inminente despertar de los sentidos y la sensualidad.
Don Alberto era más bien desconfiado, autoritario, y con una tendencia bastante acusada a la sobreprotección conforme a su carácter muy conservador: “para evitar riesgos y malos momentos”. Su madre quizás era más abierta, pero tenía muy poco carácter. La señora era más consciente de que “la vida real” va por un lado, y los ideales de los padres y el recuerdo de sus épocas de crianza que quieren aplicar a otra realidad vital distinta, van por otro. Aunque era una mujer valiente, -conseguía trabajar en el negocio de la familia, y al mismo tiempo mantener muy bien la organización y el orden en su propia casa- le rendía demasiado respeto y obediencia a su marido; por lo que en el hogar de Luisa siempre se acababa haciendo la voluntad de don Alberto, equivocado o no.
Su madre a duras penas les había dado a ella y a su hermanita Paula (año y medio menor que Luisa), las recomendaciones básicas en el momento que supo que les había llegado la primera regla. A parte de eso, lo que si hacía a menudo, era atemorizarlas con recomendaciones prohibitivas, de abstinencia total como única posibilidad para actuar como “muchachas decentes que se hagan respetar y guarden su valor”. También les machacaba con una obsesiva intención para que dilataran en el tiempo, -lo que más se pudiera- el inicio de su sexualidad, de ser posible que fuera con “el hombre de su vida”.
A Luisa le causaba gracia que le dijera eso, y le contestaba a su madre de forma irónica, haciéndola enfurecer: -Mamá: ¿pero uno cómo hace para saber cuál es “el hombre de su vida”? si no se acuesta antes con él, si no lo conoce bien antes en todos los sentidos…Y si el hombre de mi vida le da por aparecer cuando yo tenga 39 años, ¿mientras tanto qué hago?
Sin duda el sexo siempre fue un tabú en su casa, y lo seguía siendo. Durante su niñez Luisa llegó a pensar que sus padres eran asexuales, que tal vez al igual que Jesús, ellas habían sido concebidas por obra y gracia del espíritu santo. No recuerda haber visto desnuda a su madre casi nunca, y a su padre aún menos. “Las partes íntimas” era algo “sucio”, pecaminoso y maligno que siempre había que tapar, esconder o avergonzarse aunque estuvieran solas, en familia, en casa. La cosa terminaba ahí, y ante las pocas preguntas directas que Luisa o su hermana osaron lanzarle a su madre, la buena señora siempre contestaba con evasivas del tipo: “todo a su debido tiempo” mire que yo me casé con su papá a los 23 años, fue mi primer amor y único hombre en mi vida…y no me ha ido mal. Luisa cuando la oía responderle así, sentía verdadera lástima por su mamá. Ella le quería vender la idea de una infalible virtud por proceder así en su propia vida, pero Luisa recordaba lo mucho que su madre había sufrido (y de hecho sufría) anulada por el autoritarismo y machismo de su padre. Más bien su madre tan abnegada y sumisa, parecía resignada con sus 22 años de matrimonio; nunca conoció otra posibilidad, siempre había vivido a la sombra de su padre, sin voluntad propia, y si eso era el camino “virtuoso” que su madre esperaba de ella, era obvio que Luisa no lo quería repetir.
En el colegio la cosa tampoco fue muy reveladora que digamos: las monjitas se esmeraban en contratar buenos profesores de cálculo, física, y filosofía, eso sí de corriente aristotélica, y con especial énfasis en la piadosa y medieval obra de san Agustín y Santo Tomás de Aquino, pasando de puntillas, siempre y casi ignorando a: Spinoza, Voltaire, Hume, y por supuesto a Nietzsche. Luisa siempre sintió debilidad por la filosofía, desde que a los catorce años le regalaron “el mundo de Sofía” de Jostein Gaardner, y por su cuenta solía leer a los autores ignorados o vetados, gracias a las recomendaciones secretas de una interesante aunque maniatada profesora que tuvo en primero de prepa. Mucha religión, mucho catecismo, pero educación sexual, lo que se puede decir preparación efectiva para el conocimiento de su cuerpo, métodos de planificación en profundidad, con pros y contras, ventajas etcétera, y diálogos con información explícita para las realidades mundanas de la época en que vivimos, y no del fantástico ideal asexuado en el que las bondadosas siervas de Dios habitan, hubo poco o más bien nada.
Lo poco que Luisa sabia del sexo, que hasta ese momento -como nos ha sucedido a todos quienes un día fuimos adolescentes- le parecía sospechosamente delicioso y atrayente, le producía mucha curiosidad, y lo había aprendido en las “fiestas de pijama” con sus amiguitas; en conversaciones en el patio con sus compañeras más lanzadas, sobre la marcha, o intentando buscar información en google, sin ningún criterio, y creyéndose gran parte de las leyendas urbanas y mitos que en los foros adolescentes se suelen reproducir. Por último en sus “inocentes exploraciones” progresivas y escondidas con su primer noviecito: Sergio, con quien en el clímax de una noche de mutuos manoseos, perdieron ambos su virginidad en unas navidades donde los padres de Luisa se relajaron tanto con la celebración que se olvidaron de cuidar el “virginal tesoro” de su hija.
Lo repitieron un puñado de veces con bastante nerviosismo, ímpetu, pero mucha torpeza y más curiosidad que verdadero placer. Tuvieron la suerte de no encontrar un embarazo precoz a pesar de no tomar ninguna precaución, debido a la ignorancia compartida, y en parte a que Sergio poseído por la falsa información de sus otros amigos adolescentes, le decía que si lo “sacaba” segundos antes de eyacular, no pasaría nada… Pero un par de meses después Sergio, que era un año mayor, entró a la universidad y se olvidó de la dulce Luisa que acababa de terminar el tercero de secundaria. Según las excusa de Sergio, -que Luisa recuerda como un chico muy guapo, pero bastante imbécil-, “ella ya no estaba a su altura”. Luisa una vez probadas las mieles de la pasión, pero igual de inocente por dentro permaneció “tonteando” con amiguitos y vecinos del barrio pero sin llegar a mayores, hasta que después de la prepa ella también entró a la universidad a estudiar psicología y conoció a Carlos.
Fue atracción a primera vista, tenían gustos similares, vivían relativamente cerca, y fue tal la química, la atracción erótica y la sintonía que en menos de un mes ya estaban haciendo el amor a la menor oportunidad, y gracias a la relajación obligatoria de los padres de Luisa que ya no podían controlar las ausencias de su hija al tener clases abiertas durante casi todo el día. Como casi siempre sucede en casos de represión y sobreprotección extrema en la primera edad, lo que suele conseguir esa “sobre protección” una vez la persona va creciendo, es un marcado efecto contrario a la casta intención buscada por los padres. Luisa sentía una curiosidad infinita por el sexo, y estaba empezando a conocer el verdadero placer con Carlos. Sin embargo y aunque ya tenía 17 años, no lo podía compartir, ni siquiera buscar consejo con su madre, era su secreto. Bueno, y el de su hermanita Paula también, con la cual guardaban una gran complicidad, y que a parte de la sangre, las hermanaba la ignorancia en materia de amores y precauciones para el corazón y el cuerpo en plena explosión hormonal.
Al principio intentaban cuidarse con preservativos siempre. Y cuando no había a mano condones, disfrutaban de juegos eróticos evitando la penetración. Aunque eran de la misma edad, Carlos ya había tenido un par de experiencias con dos muchachas más, y se puede decir que la cosa iba bien, se estimaban, disfrutaban mucho paseando, yendo al cine o simplemente estando juntos. Poco a poco Carlos empezó a ser conocido y aceptado en casa de Luisa, si total ya iba a cumplir 18 años y sus notas seguían siendo muy buenas, a regañadientes don Alberto no tuvo más remedio que aceptarlo, eso sí, con rigurosos horarios para las salidas y visitas. El problema llegó en unas cortas vacaciones durante un puente ya al final del semestre, fueron a un paseo a Comitán, con amigos en común y tras cuatro días de puente, baile y algunos excesos, en un momento relajaron las precauciones y fue suficiente para que luisa quedara embarazada.
Una enorme enfermera obesa pero inusualmente amable se le acercó, le dio una pastilla para que se la tomara en el acto, y otra para que fuera a ponérsela en la vagina de inmediato, le dijo que si quería, ahí al ladito había un servicio; que tenía que esperar unos veinte minutos más, y le ofreció un par de revistas de excusado (TV y Novelas), que consideró malísimas, pero menos aburridas que las de prospectos farmacéuticos e irónicos manuales de planificación familiar cuando ya era un poco tarde para las circunstancias en que se encontraba.
Luisa se tomó la pastilla, fue al baño, orinó primero por el nerviosismo, y después se introdujo en la vagina la otra pastilla que más bien parecía un óvulo. El médico en la entrevista previa le había dicho que debido a que sólo tenía 7 semanas más o menos, no iba a ser muy traumático, que todo iría bien, y que hoy en día las molestias y riesgos cuando la interrupción se hace de forma profesional y en una buena clínica como lo era esa, eran mínimos. Luisa de mientras se lavaba la cara y se miraba en el espejo, pensaba en lo útil que le hubiesen sido un par de años antes esos catálogos con información tan rigurosa ilustrada y bien explicada sobre la planificación que reposaban sobre la mesita de la sala de espera; decidió que se llevaría uno para leerlo con su hermana en casa, y así lo hizo. Estaba muy nerviosa, pero intentaba mantener la calma. Estaba segura de lo que quería hacer. Salió de nuevo, la frialdad arreciaba y el silencio de los pasillos era interrumpido de vez en cuando por alguna enfermera que entraba o salía caminado de prisa.
Tomó la revista de farándula en sus manos y se enteró que a Shakira se le había caído el calzón en una rueda de prensa y que además quería adoptar su segundo retoño interracial en una desolada aldea africana. Luisa pensó qué iba a hacer esa mujer el día que se separara de Pique, y sólo esperaba que no le ocurriera lo que a la también actriz Mia Farrow que después de haber adoptado 11 niños y niñas multirraciales, su tercer esposo Woody Allen se enamoró, y se fue a vivir con una de ellas, concretamente con la mayorcita, una jovencita de origen oriental. Leyó que Britney Spears salía de una clínica de desintoxicación por quinta vez y había perdido la custodia de sus hijos. Y también se enteró que el cantante Sting se jactaba de copular durante siete horas seguidas, in interrumpidas gracias a sus profundos conocimientos de tantra. A Luisa no le gustaba en absoluto Sting, y le repugnaba la gimnasia coital para batir “guiness records”. Pensaba en la poca gracia que puede tener estar siete horas seguidas de mete y saca espiritual, si con Carlos jamás pasaban de dos o tres entregas de 20 minutos cada uno en una tarde, y era suficiente para que ella amaneciera al otro día con el pubis adolorido y un poco de irritación, no quería ni pensar en lo que serían 7 horas. Luego siguió leyendo acerca del último escándalo de Laura de América, que por lo visto estaba empeñada en arruinar su cirquero talento retando a Carmen Aristegui, una periodista veraz. En la misma página había un anuncio que prometía vientre plano en 20 días si acudían a la clínica tal…y que en caso de no lograrlo les devolvían el dinero.
Afuera Carlos y Carolina habían agotado los temas de conversación y de momento cada uno se entretenía leyendo un libro de sus respectivas carreras: Carlos leía un aburrido tomo de introducción al derecho II, en el capítulo de la definición de persona desde el punto de vista jurídico. Carlos pensó por un momento si un embrión de 3 centímetros y siete semanas como el que Luisa guardaba en su barriga podía entrar en la definición de “persona”. Y Carolina mientras tanto se evadía con “los tres ensayos sobre teoría sexual” de Freud, o al menos haciendo como que los leían. Estaban en época de exámenes, y había que aprovechar cualquier momento para prepararse.
En la gran sala de espera había por lo menos siete parejas más, la mayoría muy jóvenes como ellos esperando a que los llamaran para consulta. También un par de chicas solas, una señora cuarentona con cara de angustia, y un par de hombres esperando quizás que su novia, o esposa, o amante “terminará la intervención” para irse a casa. Por un momento Carlos sintió un poco de absurda vergüenza porque tal vez la gente desconocida podía pensar que Carolina era su novia o su pareja. Pero enseguida se sintió mal consigo mismo, ¿y por qué no, qué importaba lo que pensaran? y por qué tenía que sentir vergüenza si todos estaban en la misma situación, venían a lo mismo, y por otro lado, Carolina era una muchacha preciosa al igual que su amada Luisa, y de su misma edad. ¡Que pensaran lo que quisieran!
El tiempo de empezar a hacer efecto de las pastillas se cumplió, y cuando Luisa llegaba al chisme de la bisexualidad aceptada de Lindsay Lohan, después de leer acerca de las felaciones que Paris Hilton le había practicado a un jardinero suyo en el último video robado que circulaba en la red, la enfermera amable y corpulenta la llamó y la condujo hasta esa especie de consultorio ginecológico donde le iban a “interrumpir el embarazo”.
El médico muy amable le dio unas últimas recomendaciones, le sugirió que estuviera calmada, la acomodaron entre las dos enfermeras ayudantes y con sus piernas abiertas de par en par y soportadas sobre las mismas columnitas que sirven para ayudar a practicar los exámenes rutinarios o las citologías, el doctor le puso una pequeña dosis de anestesia local en su vagina. La enfermera que estaba con él (la otra se mantenía en la cabecera acompañando a luisa), y Luisa rígida, muy tensa y nerviosa como estaba, sintió la fría cuchara metálica que se abría espacio de forma dificultosa y con dolor en su vagina. De fondo se escuchaba música clásica, eran la Patética de Tchaivosky, que su padre solía poner en casa cuando ella era niña; el médico pronunciaba algunas frases rutinarias, incluso bromeaba con la enfermera acerca de un programa de televisión de la noche anterior donde un tipo falló la última pregunta que le hubiese permitido ganar 50 mil pesos, y el doctor sufrió mucho porque sabía la respuesta. Pero Luisa ya no se enteraba de nada, la enfermera que estaba con ella le apretó la mano y le pasaba de vez en cuando su otra mano por el brazo al que permanecía conectada a una bolsa de suero; le decía que se tranquilizara que todo iba bien, que ya faltaba poco. La pequeña aspiradora dentro de sus entrañas hacia su trabajo con eficiencia mientras Luisa sentía unas contracciones dolorosas, inéditas hasta ahora en su vida en el interior de su útero, una especie de cólicos hacían que su útero se contrajera: se replegaba y extendía. Hasta que el médico dijo: -ya está, eso es todo.
La enfermera terminó de limpiar los restos de sangre, le pusieron una especie de pañal o toalla muy grande, le ayudaron a incorporase, Luisa estaba algo mareada, temblaba y su temperatura había bajado de forma evidente en esos 20 minutos. La enfermera que había permanecido con ella la ayudo a incorporarse, le puso otra pastilla debajo de la lengua, y la condujo para que se vistiera y esperara en la salita de recuperación contigua, le puso una manta encima, le acercó una coca cola, y le dijo que no se preocupara que todo había ido bien, y que en media hora podía salir e irse para su casa. Luisa le pidió el favor que saliera a la recepción y les dijera a Carlos y a Carolina que estaba bien.
Luisa se volvió a quedar a solas, sentía algo extraño, no era arrepentimiento, no era remordimiento, pero lo que quiera que fuera no lo había sentido jamás y era bastante desagradable. Las inspecciones ginecológicas siempre le habían causado terror; cuando solía acompañar a su madre de niña, la veía llegar tan tensa y nerviosa, y salir de la consulta tan pálida e incómoda que ella inconscientemente lo asociaba con: humillación, dolor o invasión a la intimidad más profunda…en fin, con algo desagradable.
Una vez se enteraron y confirmaron que “el retraso” que tenía no era retraso sino embarazo, Carlos muy desconcertado y asustado al igual que ella, le dijo que la iba apoyar en lo que ella decidiera, que era consciente de lo inoportuno del momento, que se sentía avergonzado por el exceso de confianza e irresponsabilidad de los dos, pero que lo hecho, hecho estaba y había que responder por los actos. Luisa en ningún momento se le pasó por la cabeza tenerlo, aunque Carlos, como era hijo de una madre soltera le dijo que si decidía seguir adelante, él estaría a su lado. Pero se notaba que lo decía más por su orgullo, no por voluntad, y porque se supone que eso es lo que hay que decir en esos casos, comportarse como un caballero. Luisa agradecía el gesto, pero eso implicaría que Carlos -que estudiaba becado-, dejara de hacerlo y se pusiera a trabajar. Y a Luisa no le hacía gracia, sabiendo el sacrificio que él tenía que hacer para poder cuidar su beca y terminar la carrera.
De hecho ella decía, y pensaba seriamente en que la maternidad no la desvelaba, que por el contrario una mujer es perfectamente capaz de realizarse: como mujer en particular, y como persona en general, sin necesidad de ser madre, y que quizás si algún día la vida o su cuerpo le pedía algo diferente lo haría con mucha madurez, ya no así, no en estas circunstancias tan precarias, tan inmaduras y sin la más mínima intención de asumir una no deseada maternidad. Luisa pensaba que la primera parte de la vida era para preparase, para conocer, aprender, formarse, divertirse, y que un hijo a edad precoz es un lastre para una mujer, que la hace nadar a contracorriente por el resto de su vida, y peor aún para una mujer sola, sin educación ni medios. Eso lo tenía claro, pero tampoco la exoneraba de sentirse muy incómoda, deprimida, bastante adolorida y físicamente débil.
Luisa creía por tradición en Dios, era lo que había visto siempre en su casa, en el colegio, pero más que nada por eso, por tradición. No esperaba que nadie la juzgara por lo que había pasado, ni en esta ni en otra vida si es que la hubiese. Pensaba que era su cuerpo, que era su vida, su futuro, y lo único que tenía claro era que no quería ser madre, al menos no estaba preparada para serlo en este momento de su vida.
Ella sabía el concepto que tenían sus ejemplares padres de esta situación, nunca quiso compartirlo con ellos. Su padre a veces cuando estaban viendo el noticiero y daban alguna información acerca de la despenalización del aborto, o algún caso de aborto en particular, se refería a las mujeres que lo hacían como asesinas, que no tenían perdón de Dios, y su madre le secundaba reafirmándolo. De forma extraña su mismo padre que se despachaba de forma tan categórica en ese tema de los embriones de ser humano, también se quejaba de que aquí en nuestro país no hubiese pena de muerte para atracadores, guerrilleros, “maestros” y demás plaga que no dejaba que este país progresara. (…) Su padre también se enfadaba cuando veía los grupos de niños indigentes de la calle pidiendo dinero en los semáforos, decía que esa gente se acostumbra a pedir, y luego no quiere trabajar, que en casa de él habían sido siete hermanos, en un hogar muy pobre, y todos salieron adelante, trabajando desde niños; que darles limosna a esa plaga lo único que hacía era engordarlos. A luisa no le cuadraba el riguroso catecismo humanitario de su padre con algunas de las reacciones que tenía en la vida práctica, tan alejadas del supuesto ejemplo de amor de Cristo que en teoría perseguía. Pero bueno, era su padre, con defectos y todo, don Alberto la quería a su manera, y había que reconocer que muy responsable si era con los gastos, y el dinero para la muy costosa educación de ella y su hermana.
Luisa pensaba que, porqué los hombres, sus instituciones, su interpretativa jurídica, sus sentencias, sus jerarquías religiosas, sus normas legisladas, pensadas, concebidas y heredadas por hombres desde una época tan bárbara y ancestral se tomaban la licencia siempre de dictar y opinar, decidir de forma implacable, censurar y decir lo que era o no bueno para la mujer. Era algo absurdo que le generaba gran conflicto y desazón. Supuestamente los occidentales y judeo cristianos se creían mejores que los musulmanes porque estos obligan a sus mujeres a andar con una carpa cerrada por vestido, sin poder mostrar su pelo, ni su cara ni su cuerpo, y la explicación que siempre daban esos hombres tan piadosos seguidores de Mahoma, era patética: que una mujer poco vestida, descubierta los provocaba a ellos y por eso había que evitarlo. Restringen cohíben y deciden sobre el cuerpo y la sexualidad de las mujeres del Dios Alá. Pero las cínicas sociedades del cristianismo que sacan pecho, se han comportado siempre de la misma manera. Se ha legislado históricamente por hombres influenciados por el poder de la fe, considerando a la mujer como una “impedida” incapaz de decidir sobre su vida y su propio cuerpo. Esas cosas sacaban de quicio a Luisa: los hombres nunca habían tenido hijos, no tenían ni idea de lo que eso implica, ni de la esclavitud y sacrificio que significa para una mujer su crianza, (con el agravante de que son pocos los padres que se implican de verdad con la crianza de sus hijos) mucho más en los tiempos que corren donde ambos deben trabajar fuera del hogar también.
Ella pensaba en su vida, en su historia: su padre madre que estaba trabajando, nunca estaba en casa. A duras penas se veían un rato por la noche, de todas formas era su madre la que estaba pendiente de ellas, en las reuniones, en las visitas al médico, en los juegos, siempre. Su madre renunció a tener vida propia, siendo una mujer con un talento innato para la música y habiendo podido llegar muy lejos con estudio y preparación, estuvo criando desde los 20 años, y eso mismo, sin embargo no afectó la progresión ni la carrera de su papá. Nunca un obispo, un integrante religioso, una sugerencia masculina profesional va a saber qué es lo mejor para la vida de una mujer, censuran su cuerpo, sus actos, les fijan los cánones de belleza, de comportamiento maternal… ¡todo!…¡a la mierda!, pensaba Luisa, por suerte no había nacido en Afganistán, o en Iran y aunque México, o Tapachula propiamente, no se caracteriza por ser un país de mente abierta, ni tolerante, al menos podía decidir sobre su cuerpo y el camino que quería para su vida.
Tampoco era justo con Carlos, estaba claro que el error de no haberse cuidado era de los dos, pero Carlos y ella eran sólo un par de amigos con derecho y adolescentes, aún muy inmaduros, sin experiencia en la vida, dependientes de sus padres, y su relación todavía estaba muy lejos de consolidarse. Decían que se amaban, y querían creerlo, pero ambos sabían que en el fondo era puro sexo o pasión, se sentían bien andando juntos, los mantenía unidos la enorme curiosidad erótica, el gran atractivo físico, el descubrimiento mutuo de los placeres del sexo cuando se hace con alguien con quien hay química, pero la prioridad en esta etapa de sus vida era su formación, la educación, (al menos académica, la sentimental era otra cosa) en eso coincidían de forma total.
Carlos y Carolina habían retomado la conversación aburridos de sus respectivos libros, y en ese momento hablaban de lo mucho que mermó la calidad de U2… Mientras en un monitor de televisión sintonizado en un canal por cable de documentales de animales, una preciosa leona abandonaba a dos de sus tres cachorros por considerarlos muy débiles y sin posibilidades de sobrevivir, había llegado la sequía, tenían que huir y una manada de hienas acechaban… la leona en un último acto de valor había escogido salvar al que tenía verdaderas posibilidades de sobrevivir en el infierno que les esperaba, y abandonó a los otros a una muerte segura. La naturaleza es sabia, decía el narrador. Tomó el cachorro más fuerte y sanito entre sus fauces, y empezó su éxodo en busca de otro oasis más seguro, y de la protección de su manada que ya viajaba algunos kilómetros adelante en la inmensa llanura.
En esas estaban cuando la enfermera fortachona les dijo con amabilidad y su dulce voz que Luisa estaba bien, y que en pocos minutos saldría. Carlos se acercó a la caja de la clínica, terminó de pagar el resto de la intervención, tomó su recibo, un par de caramelos de menta con el logotipo de la clínica, y volvió con Carolina que había ido a la cafetería por un consomé de pollo para Luisa. Minutos después salió Luisa, muy pálida caminado despacio con una revista de farándula debajo del brazo en cuya portada se podía ver a Angelina Jolie barrigona y con cuatro negritos de la mano, más atrás se veía a un barbudo Brad Pitt con tres niños blanquitos más. También traía su bolso y dentro de él un catálogo de planificación familiar de 38 páginas.
Empezaron a caminar hasta la esquina para coger un taxi, Luisa después del consomé ya se sentía un poco mejor, pero le incomodaba que Carlos quisiese ser cariñoso con ella o intentara sobreprotegerla, no quería nada en ese momento, ansiaba sólo llegar rápido a casa y recostarse en su cama. Le agradeció a Carolina el detalle de haberla acompañado, y el dinero que les prestó para completar los honorarios de la clínica. Sin duda era una buena amiga: discreta, agradable y servicial. Carolina se despidió, y en el momento que estaban esperando el taxi, pasaron tres guatemaltecos casi descalzos, llenos de harapos y con un tarro de pegamento en la boca. El más grande se acercó y le dijo: -Güerota r-r-regáleme para un pan. -No pasarían de los doce años los pequeños indigentes-, Carlos con bastante enfado les dijo que se fueran, que no había dinero, que la dejaran en paz, pero Luisa sacó un billete de veinte pesos de su cartera y se los dio: los niñitos con los ojos como platos se fueron saltando de alegría, dándole bendiciones y no paraban de agradecer a “la Güerita”: - Dios se lo pague Güerita usted si es una calidad…-luego se fueron bromeando y cantando por la acera.
El taxi se detuvo, Carlos ayudó a subir a Luisa le dieron la dirección, total, les servía a ambos, Carlos vivía a 8 cuadras de la casa de luisa. Luisa se recostó dulcemente en el hombro de Carlos, le dio un beso, se quedó callada y algunas calles más adelante le dijo:
-Me han puesto el DIU, es lo mejor, en lo que a mí respecta, esto no me puede volver a pasar jamás…-Carlos no sabía que responder, la abrazó con fuerza, le pasó la mano por el pelo, y le dijo: –es tu cuerpo, tú sabrás, supongo que es lo mejor, bien sabes que si hubiese algo para mí que no fuese definitivo, yo me lo haría sin dudarlo…Luisa, me siento mal, me siento culpable por lo del día del paseo, para una vez que no me pongo el puto condón y... -No seas tonto -le respondió ella- si hay culpables hemos sido los dos, no pienses más en eso –Él se quedó mirándola conmovido y le preguntó:
-Quieres que vaya contigo a casa –Luisa cerrando los ojos, recostada en su hombro le contestó: -No, no te preocupes, estoy bien, quiero descansar, estar sola un rato… acabo de hacer el más doloroso, acelerado, intensivo e inolvidable curso de educación sexual en veinte minutos…necesito estar sola, necesito asimilarlo, aprender lo que de verdad significa ser mujer en este mundo.
Carlos y Luisa no volvieron a tener sexo nunca más, con el tiempo ella cultivó un odio hacía él, y Carlos, simplemente dejo incluso de verla como amiga, algo había pasado en los dos, ambos crecían y horneaban en sus almas un dolor que años después, tal vez, la vida les cobre.
Para comentarios escríbeme a morancarlos.escobar@gmail.com
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