martes, 23 de febrero de 2010

Un Amor Presidencial


Carlos Morán /Fronterizo Chiapas

Esta es la historia de un amor que tuvo como ingrediente principal la amistad, es la historia de una mujer y un hombre que, como en muchos casos, el amor los invitó a respetar a cada uno sus vidas privadas en nombre, claro está, del amor. Le Sugiero no emitir juicios a la ligera ya que, sí alguien tiene que ser juzgado de a cuerdo a sus propias leyes y a su tiempo, esos son ellos.

Casi todos los hombres, como lo marca la especie, demuestran su poder a través del número de concubinas; Pocos, aunque algunos dicen que no existe presidente ni gobernante en turno que no sostenga en su closet privado un juego de sábanas blancas para sacudir su infidelidad, lo cierto es que no todas tienen el fino sello de calidad y discreción como la que hoy les comparto.

Sí en la vida de un mortal común existe una segunda mujer que todavía se pavonea por la banqueta de enfrente y reta a la esposa, en la de un hombre con poder y dinero, es mayor, nos guste o no. El secreto, como dice un amigo bastante infiel, consiste en el arte de la discreción.

La historia es de la vida real y los personajes, atraídos por el destino, jugaron un papel importante en el ambiente romántico, pero sobre todo, llenó de historia y de progreso el Istmo de Tehuantepec, en donde por cierto la raza, se mejoró gracias a la intervención de los franceses y unos guerreros españoles, a quienes se les atribuye y se les patentiza la existencia de mujeres bellas y atrevidas, sobre todo en Juchitán.

En el Istmo de Tehuantepec existe una mansión, aunque casi en ruinas y desmantelada por la familia, se trata de una réplica en pequeño del Castillo de Chapultepec. Una casa que hasta hace poco estaba inexplicablemente lujosa pero que se sostiene con columnas fuertemente armadas por un romance lleno de chismes y leyendas, le llamemos así. Todo es acerca de la amistad íntima que sostuvo una mujer de nombre Juana Catalina Romero con Don Porfirio Díaz, pocos años antes de que se impusiera durante 30 años en el poder, y después también.

Por alguna razón que habita entre la dignidad y la vergüenza, la familia de esta mujer, muy católica por cierto, y que se levanta a través de hijos adoptivos, niega rotundamente los encuentros amorosos de esta hembra zapoteca y el famoso General, sin embargo, varios historiadores de la época y hasta Enrique Krausse, confirman que tal concubinato existió y que nada es cuestión de ficción, amén a cartas y fotografías que se exhiben en la mansión.

De generación en generación se transmite que cuando Porfirio Díaz, hombre gallardo de 1.80 de estatura, radicaba por el Istmo en calidad de soldado federal y de bajo rango, en uno de sus escapes de las fuerzas enemigas, fue Juana Catalina, la mujer que lo escondió entre sus enaguas, y no estaba en un campo abierto, sino, entre un platanar, situación que convirtió la protección no solo en una simple ayuda, sino en una lazo que tiene que ver con las feromonas.

Ese olor, peculiar de aquella portentosa y atrevida mujer, se lo llevó gravado en el recuerdo Porfirio al ser salvado del ejército francés hasta la silla presidencial, quien como todo buen caballero respondió a aquella ayuda a través de ese aroma inolvidable.

Ella, Juana Catalina Romero, era una mujer analfabeta pero de condición trabajadora, como pocas que ahora desean serlo, decidida un día empacó unos trapos y se lanzó a la ciudad de México a visitar a Porfirio, vivía en el Istmo de Tehuantepec, una población que no contaba ni con carreteras y mucho menos con escuelas.

Don Porfirio Díaz ya presidente de la república, así que cuando se anunció, como todo hombre agradecido, no dudó en recibirla y cumplió así sus caprichos y pedimentos. Cualquier mujer en nuestros tiempos hubiera solicitado una cuenta jugosa e inagotable en algún banco, una mansión, autos, joyas, chamba para sus hermanos y por supuesto, poder absoluto.

La historia confirma que gracias a ella llegaron a México los primeros Hermanos de la Orden Marista venidos de España en un barco de vapor, porque entre sus limitantes estaba el no saber leer y escribir, así que Don Porfirio, como agradecimiento, simpatía y amistad, le mandó edificar en el centro del Istmo de Tehuantepec, además de una escuela que lleva su nombre, un palacete con 8 habitaciones, jardines, salón principal, cocina amplia, un comedor para 25 personas y caballerizas al fondo de la propiedad, todo debidamente decorado con muebles traídos de Francia, cristales con filo de oro puro y porcelana Checoslovaca, así como grandes extensiones de tierras para que las cultivara y claro, una buena cuenta bancaria.

Pero no solo fue eso, entre otras cosas, el presidente de la república también le atravesó, entre otras cosas, la vía férrea. Sí, él mando a construir el ferrocarril que atravesaba la ciudad y en esa casa única en todo el sureste, era una parada oficial que este hombrazo realizaba durante sus visitas presidenciales.

No era una mujer bella, era una hembra de conocidas proporciones y piel morena, aunque Enrique Krausse, en su novela que vendió a Canal 2 la coloca como una casquivana que comerciaba con tabaco, nadie podrá saber qué tenía aquella mujerona que atraía a través del viento las sábanas presidenciales hasta su humilde imperio. Era como una especie de Cleopatra que, sin proponérselo, aquel hombre de vestimenta de gala militar y medallas inventadas de oro en el pecho, llegaba hasta ella escoltado de jóvenes y apuestos cadetes del Colegio Militar.

Cuentan los viejos que los niños corrían desde la estación ferroviaria cuando escuchaban el silbido de las maquinas siguiendo aquella caravana de vagones lujosos con gruesos cortinajes de terciopelo rojo y galones de hilo de oro para ver cómo se estacionaba frente a la casa de Doña Cata, como la conocían, y verlo bajar con su espada escrupulosamente pulida y sus bigotes bien peinados, mientras los cadetes, arrojaban desde el ingreso de la estación hasta aquella mansión, monedas de plata a los niños mirones y hambrientos.

Ingresaba a la casa mientras los criados cerraban las pesadas rejas de hierro forjado y nadie más sabía qué ocurría en el interior de aquella casona. Claro que los vecinos se encargaban de inventar diciendo que aquella mujer que ya no vestía rabona y huipil, sino altos diseños con cuello repleto de encajes confeccionado en seda importada, le complacía con sus manos sobre el hermoso piano de cola interpretando "La Sandunga". Y mientras Porfirio, perdía su voluntad, Catalina lo seducía con su música regional y sus encantos femeninos...

Pocas mujeres podrán darse el lujo de tener un "amigo" especial como ella lo sostenía. Son las evidencias que aun existen, las que delatan que entre aquella pareja hubo algo más que un fino y especial romance, sin embargo, Juana Catalina era una mujer que consiguió mucho beneficio para su pueblo y la república mexicana, tal vez sea eso lo que aplacó un poco el chismaral común, y nadie se atrevió en su momento a despotricar sobre aquella pareja que públicamente, nunca se exhibió como tal.

Después de la muerte de aquella mujer y cuando Don Porfirio había huido a Francia llevándose un baúl con 5000 monedas de oro, muchos escritores hicieron leña de aquel idilio, pero la casa se cerró y con ella también se quedaron guardados el perfume de amor de quienes a la hora del té y la sesión de música, mientras los cadetes resguardaban la residencia, se confesaban y comprobaban su amor...

La historia de Don Porfirio Díaz y Juana Catalina Romero, es una historia de amor sazonada con fina amistad y bañada con discreto amor que nadie podrá igualar, por los tiempos y la moral, desde luego. Juana Catalina y Porfirio, son ejemplo de amor y agradecimiento.

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