jueves, 9 de septiembre de 2010

Administrar la derrota

Por Zoé Robledo
Reforma/Diciembre 2008

La victoria tiene miles de padres, pero la derrota es huérfana, decía el presidente estadunidense John F. Kennedy luego del fiasco de la operación militar de Bahía de Cochinos, en Cuba, allá por la década de los sesenta. Desde entonces, esa máxima se escucha, se repite y se aplica luego de cada proceso electoral. Cada elección deja tras su paso festejos y heridas, llanto y risas. En un mismo día unos dibujan su destino y los otros comienzan la amarga despedida.

¿Cuál es la anatomía del perdedor? ¿Qué se puede esperar de los perdedores? Poco y nada. Nadie siente responsabilidad de su fracaso; el ejercicio de administrar la derrota electoral se entiende como la acción de repartir culpas: El partido no apoyó la candidatura adecuadamente, el equipo tenía poca experiencia, los operadores no respondieron el día de la elección, las encuestas estuvieron mal hechas, hubo cargada en mi contra, la prensa estaba con los otros, los consultores externos no conocían la región, el dinero no fluyó, los electores se equivocaron de opción. La lista es larga, diversa y se caracteriza por una ausencia: la responsabilidad del candidato.

La evidencia histórica es clara; son muchos los políticos con varios ciclos de vida y muerte política. Lula participó en las elecciones presidenciales brasileñas de 1989,1994 y 1998 antes de alcanzar la Presidencia en 2002; Nixon intentó ser presidente en 1960 y Gobernador de California en 1962, perdió en ambas elecciones y cuando todos lo daban por muerto, ganó la convulsionada elección de 1968 para convertirse en el 37° presidente de los Estados Unidos; Salvador Allende logró en 1970 el nombramiento como candidato de la Unidad Popular a la Presidencia de Chile luego de tres derrotas consecutivas (1952,1958 y 1964, cuando muchos no creían en su “vía chilena al socialismo”), Shimon Peres perdió siete elecciones para diferentes cargos antes de ganar en 2007 la Presidencia de Israel; en Francia, Francois Mitterrand sucumbió ante Charles de Gualle en 1965 y ante Valéry Giscard d’ Estaing en 1974, antes de convertirse en presidente de la república en 1981; a su vez, Jacques Chirac perdió ante Mitterrand en 1988 antes de ganar la elección presidencial de 1995.

En otras ocasiones lo que se pierde en la urnas se gana en reputación y liderazgo, aunque nunca se llegue a ejercer el poder. La derrota en la arena política se traduce en la victoria en las páginas de la historia. El caso estadounidense más destacado es el de Adlai Stevenson II, político demócrata reconocido por la cadencia de sus palabras y la firmeza de sus convicciones. Fue candidato presidencial en 1952 y perdió ante el héroe de guerra Dwight D. Eisenhower. En su discurso de su aceptación de la derrota citó a Abraham Lincoln para describir como se sentía: “Duele mucho como para reírme pero soy muy viejo como para llorar”. En 1956 volvió a ser candidato del Partito demócrata y nuevamente perdió frente a Eisenhower. A sus 61 años, Kennedy lo nombro embajador de Estados Unidos ante la Organización de las Naciones Unidas, y cuando ocupaba esa posición sucedió el hecho por el que hoy es recordado: En una sesión extraordinaria del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas, durante la crisis de los misiles de 1962, instigó al representante ruso, Valerian Zorin, a que respondiera sobre la instalación de misiles soviéticos en Cuba. Ante la negativa de Zorin, Stevernson replicó: “Estoy preparado para esperar su respuesta hasta que el infierno se congele”.

Un caso similar al de Stevenson ocurre en Colombia, donde Horacio Serpa se ha convertido en sinónimo de una trayectoria de largo aliento, pocos triunfos electorales y alta estima política. Malogrado candidato a la Presidencia en 1998, 2002 y 2006, Serpa se mantiene vigente ejerciendo un innegable liderazgo político nacional y regional. Es gobernador del departamento de Santander para el periodo 2008-2011 y vicepresidente de la Internacional Socialista para América Latina.

En nuestro país el caso emblemático es Cuauhtémoc Cárdenas Solórzano, tres veces candidato presidencial (1988, 1994 y 2000) que hoy puede preciar de un liderazgo que trasciende las fronteras del partido que fundó.

Son muchos los candidatos que cometen el error de negar la paternidad de sus derrotas. No logran valorar que una derrota bien administrada tiene rendimientos políticos crecientes en el mediano plazo. Su primordial preocupación es justificarse al día siguiente y con su círculo cercano; no alcanzan a entender que, en democracias, perder una contienda pareciera ser un pre-requisito para algún día ganarla.

¿Qué indican estos casos donde la derrota ha sido escuela y plataforma al éxito? Primero, que la dinámica electoral obliga a los candidatos a disponer siempre de una estrategia para capitalizar cada voto que obtuvo en las urnas cuando el resultado general le haya sido adverso. Este debe ser un ejercicio bien planificado que le permita tener una ruta trazada con antelación para esas horas en las que la confusión y peso emocional de la derrota no le permitirán hacer el mejor de los juicios y pongan en riesgo su futuro de largo plazo. Una palabra, un gesto, una actitud en las horas de la incertidumbre que suceden al conteo de los votos pueden hacer la diferencia entre los puntos suspensivos y el punto final de una carrera política. Pensar en qué hacer en caso de derrota para no ser completamente derrotado es un ejercicio imprescindible del político que es responsable con su proyecto, sus seguidores y consigo mismo.

Un caso reciente que se convertirá en referente de una derrota bien administrada se observó con el senador John McCain, candidato republicano a la Presidencia de Estados Unidos que fue derrotado por Barack Obama.

Luego de una dura campaña en la que no estuvieron ausentes los ataques personales; en la noche de la elección, cuando apenas se terminaban de cerrar las casillas y las tendencias daban por segura la victoria de su rival, McCain salió a reconocer su derrota. Desde su cuartel central en Arizona, pronunció uno de los más elegantes discursos de aceptación del fracaso electoral de los últimos tiempos. Concreto y sin recriminaciones, siguió una fórmula que mezcló institucionalidad, dignidad, responsabilidad y retos: Comunicó a sus seguidores que ya había llamado al senador Obama para felicitarlo; reconoció la profunda transformación política y social que representa la elección del primer afroamericano en la Presidencia; ratificó sus diferencias con el demócrata pero ofreció su colaboración ante la crisis financiera, y llamó a sus seguidores a apoyar al nuevo gobierno.

Sobre todas las cosas, McCain se distinguió al hacer suya la derrota: “Luchamos, luchamos tanto como pudimos, y aunque nos quedamos atrás la falla es mía y no de ustedes… No sé qué más podríamos haber hecho para intentar ganar esta elección. Eso dejaré que otros lo determinen. Todos los candidatos cometen errores y seguro que yo cometí unos cuantos, pero no pararé ni un momento del futuro lamentando lo que pudo haber sido…Esta campaña fue y continuarás siendo el gran honor de mi vida”.

Semanas después, McCain hizo una peculiar reaparición pública en el programa de televisión de Jay Leno, “The Tonight Show”, donde aseguró que no tiene ningún resentimiento y, entre bromas, hizo dos afirmaciones que llamaron la atención. Primera, que ahora duerme como bebé: “duermo dos horas seguidas, despierto y lloro, dos horas más y vuelvo a despertar para volver a llorar”. Segunda, que en 2012, cuando tenga 76 años, seguirá física y políticamente fuerte para competir.

¿Qué ganó McCain con su actitud? Mucho. Respeto, gratitud y relevancia en la agenda del nuevo presidente, para empezar. Obama no sólo ha elogiado la actitud de su ex rival, sino que a principios de noviembre lo convocó a una reunión privada en Chicago, donde discutieron temas de la agenda legislativa de los próximos años. Y es que McCain ya regresó al asiento que ha ocupado en el Senado durante los últimos 21 años, por lo que no deberá sorprender que el gobierno de Obama, en un esfuerzo de superar las marcadas divisiones partidistas, recurra a él como interlocutor con los legisladores republicanos. Hay que recordar que el senador por Arizona siempre se ha mostrado dispuesto a negociar con los demócratas, y ahora regresa a la Cámara alta con un liderazgo fortalecido. Los más aventurados han llegado a platear que la prominente figura republicana de la que ha hablado Obama para la conformación de su gabinete podría ser su otrora contendiente.

Lo mismo ocurrió con la senadora Hillary Clinton, ayer contrincante de Obama por la candidatura del Partido Demócrata y hoy fuerte aspirante a convertirse en Secretaria de Estado según algunas versiones, o nominación del Ejecutivo en la Suprema Corte de Justicia, según otras. Todo se los deberá a su actitud como derrotada que antepuso los intereses de su partido a las ambiciones personales, asumida en la Convención Nacional Demócrata celebrada en Denver.

¿Qué sucede en nuestro país? Lo contrario. Los candidatos perdedores rara vez procesan su derrota como un capítulo más de su trayectoria política y no necesariamente el epílogo. Blindan su vista ante la posibilidad de analizar las verdaderas razones del fracaso electoral (los griegos de la antigüedad ya lo sabían: "Los dioses ciegan a quienes quieren perder"); cierran sus oídos a las críticas y ejercen una verborrea que los deja mudos porque su hablar es un ejercicio vano de retórica sin sustancia. El político derrotado ve lo que quiere ver y escucha únicamente lo que él desea decir. Entonces la derrota deja de ser electoral y empieza a ser política: El excandidato deja de convencer, de inspirar y convocar. Entonces sí, la urna es tumba.

México es un país de malos perdedores. Nos cuesta asumir la derrota porque pensamos menos en ella y más en la victoria del otro. No nos preocupan nuestros errores y el aprendizaje que podemos obtener de ellos. Ante la derrota solo podemos ver la victoria ajena. El caso histórico paradigmático quizá se encuentra en José Vasconcelos que no pudo superar su derrota (escandalosamente fraudulenta) en la elección presidencial de 1929 y cayó en un péndulo que oscilaba entre la amargura y la vida andariega.

La política convive con la derrota. Por cada cargo de elección popular existe uno o más políticos que aspiraron a ocuparlo. Los perdedores en política, pues, son mayoría. Aceptar la derrota de forma oportuna y clara hace la diferencia; cada día que pasa después de la elección, el perdedor se convierte en un agente político menos relevante y su capacidad de negociación con el ganador disminuye exponencialmente. Pero, en otros casos, aceptar la derrota no es suficiente, hace falta habilidad política para reclamar el capital político de los votos recibidos e imaginación para ejercer el liderazgo entre la minoría que será gobernada por una opción que rechazó en las urnas.

La administración de la derrota ha sido una práctica desechada y condenada en la política mexicana. Se trata quizá de un defecto más de nuestra joven democracia cuando todo indica que existen incentivos para actuar de forma inversa. Y es que, al final, como dice un personaje de la novela "La conspiración de la fortuna", de Héctor Aguilar Camín: "La política es el arte final de fracasar".

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