miércoles, 31 de agosto de 2011

A Fuego Lento

NARCOIDENTIDAD Y NARCOCULTURA
Por. Alberto Ramos

El analista Edgar Gutiérrez explica la evolución de la narcoactividad. Apunta a cómo ciertos sujetos dedicados al tráfico ilícito de drogas son aclamados por el pueblo. Ante una población sin identidad se convierten no solo en referente fundamental: en héroes populares. Ello les da legitimidad y reproduce los símbolos de la narcocultura. Una cultura y legitimidad que no logra construir ni por asomo el Estado.

Producidos por un sistema que genera muerte. Crecidos donde germina la narcocultura, a la sombra de una identidad devaluada. Van como plaga hincando a poblaciones enteras. Vidas del margen que se imponen como centro. Pieles reclutadas para ejércitos que destruyen a mayor velocidad que una peste. En dos segundos son capaces de asesinar a cinco decenas de personas en un casino de Monterrey.

Se extienden como un cáncer. Sus tentáculos a todo lo parecen alcanzar y corromper. No importa la institución de la que provengás. Da igual si has sido policía, cura o militar. Ellos tienen armas y técnicas para doblegar. Saben que están ante una población débil. Vulnerable.

Responden con escupitajo a la desigualdad social que les dio vida – y muerte–, a una sociedad dividida, sin identidad e incapaz de construir algo común contra ellos –o con ellos. Saben que pueden matar a Facundo Cabral, sin consecuencias para sus organizaciones. Saben que los chavos que reclutan son su caldo de cultivo y la ecuación perfecta para su causa: jóvenes en pobreza, sin oportunidades, ni horizonte ni futuro. Inequidad social. La licencia para hacer dinero fácil y convertirse en alguien (¿o acaso en algo?): la deshumanización de la piel.

Chavos con opciones de irse “pa’l norte”. Picar piedra, recoger café, cortadores de caña. Son 4 millones de jóvenes sin horizontes claros, sin sentido de pertenencia o identitario. Mareas de desempleo sin identidad se convierten así en su caldo de cultivo. Su fango y generación espontánea para ser reclutados y enfilarse en las colas del sicarismo no es nada menos que ese 70 por ciento de la población guatemalteca salvadoreña que tiene menos de 30 años (INE). Acaso los hijos de la guerra.

La cultura, la identidad juvenil, se va transformando a sí misma: convirtiéndose en un engendro de los narcos. Formando alrededor de todos esos poderosos seres que ahora tienen acceso a la riqueza a través de la producción, distribución y venta de las drogas ilegales. Los mismos que nos tienen hincados.

Una marginalidad desde arriba que se convierte en referencia hegemónica para juventudes sin referencias ni sentidos identitarios sólidos.

Ejemplo de ello es Edgar Valdez Villarreal, alias “La Barbie”, aquel narco nacido en Texas, que representa la nueva narco-fashion y se instituye por sí sola el uso de sus camisas “Polo London”: se convierte en modelo a imitar tanto para los más ricos como para los más pobres. No importa si se es narco o no, la moda se instala.

Alan Sánchez Godoy, de la Universidad Autónoma Metropolitana de Xochimilco, explica la narco-cultura de Sinaloa de esta manera: “Conforme expandieron sus redes de poder y legitimación, la cultura edificada con simbolismos y valorizaciones eminentemente rurales pasó a formar parte de un universo significativo aún más amplio que el pasado, creó un mundo compartido para gran parte de los sinaloenses.

Éste fue el inicio del declive de la asimetría cultural, económica y política entre el campo y la ciudad”.

Lo que sucede desde hace 30 años en Sinaloa comienza a despertarse como un demonio en Guatemala: los actores de estupefacientes ilícitos se empiezan a convertir en constructores de una nueva cultura (moda, música, arquitectura, forma de ver y estar en el mundo) basada y apoyada en la lógica del capitalismo. Son corporaciones con franquicias por doquier.

Habitan sobre identidades frágiles o devaluadas se asienta o sobrepone una identidad fuerte y mortífera. La institucionalización de la narcocultura.

El analista Edgar Gutiérrez explica la evolución de la narcoactividad. Apunta a cómo ciertos sujetos dedicados al tráfico ilícito de drogas son aclamados por el pueblo. Ante una población sin identidad se convierten no solo en referente fundamental: en héroes populares. Ello les da legitimidad y reproduce los símbolos de la narcocultura. Una cultura y legitimidad que no logra construir ni por asomo el Estado.

Los actores que se adhieren a los sectores mafiosos están en metástasis. Ya no se contienen detrás de las débiles trincheras de la marginalidad y la pobreza. Ya no esperan compasión, sino responden con crudeza. Los candidatos sin propuesta integral que no sea ilusa. La sociedad en pánico, sin capacidad de moverse o de ser comunidad. Los niños aprendiendo la cultura del terror en sus calles y sus familias. La cultura de la impunidad y la corrupción convirtiéndose en sistema en la Corte Suprema de Justicia y en el Congreso. El buitre nos sobrevuela. Como si algo podrido buscara convertir a los ojos en incapaces de ver y al corazón amputarlo para sentir. Y sí: aunque nadie parezca poder indicarnos la salida, en algún lugar de nosotros hemos de albergar la esperanza que entre todos hemos de forjar.

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