martes, 11 de diciembre de 2012

¿Cambios irreversibles?

El amor no muere, solo cambia de nombre

Por Carlos Moran

Uno de los sentimientos más oscuros, difíciles de comprender y asimilar es el final de una gran historia de amor. El mismo poder arrollador que un día revolcó los cimientos de nuestra vida, y nos hizo dejarlo todo en procura de compartir espacio, ilusiones y sueños con alguien; esa misma fuerza maravillosa e inexplicable, se rebela, conspira de manera psicosomática ya caída en adversidad, para producir el más desconcertante y turbio estado de incertidumbre, dolor y confusión que uno pueda imaginar.

Aunque todo enamoramiento puede llegar a obscurecer nuestros sentidos, a alienar nuestro comportamiento al menos por un tiempo; no todos los amores que hemos tenido pesan lo mismo en el balance de nuestra vida. Hay un reducido grupo de personas, por las que quizás dimos todo cuánto valíamos en su momento. 

Me atrevo a decir que de haber podido y sabido, seguro hubiésemos dado más o le hubiese matado antes a ese amor que al final nos traicionó o reveló una verdad que echó tierra a todo lo fincado. El problema es que las rupturas no se producen cuando uno está preparado para padecerlas, ni mucho menos preparado para ser autocrítico. De hecho creo que es muy difícil prepararse para el desamor, teniendo en cuenta que una relación de pareja o de amigos se sustenta en la confianza, en dar, en ser generoso, y no en vivir pensando, como Leitmotiv, “que las cosas se pueden acabar en cualquier momento”, Supongo que ni usted ni yo pensamos que el cariño en el que aplicamos nuestras finanzas sentimentales son por un tiempo ¡Nooo!, al contrario.

Está claro que mantener una actitud de desconfianza no es una postura que sirva para enlazar nada y mucho menos nos permita vivir sin tropiezo, sino a la inversa, no nos permite ser libres y permanecemos atados a un sentimiento policiaco que termina por fumigar lo poco verde. Por eso, aunque ya nos hayamos estrellado en el pasado, muy a nuestro pesar, lo volvemos a hacer. Amar es arriesgar, el que no arriesga no sufre, pero tampoco ama. Se queda ileso, pero vacío. ¡Qué duro, no!

Las rupturas suelen darse más bien cuando ambos están guiados por la insensibilidad, la ira o el rencor. Con este panorama colmado de devastadoras emociones, es apenas lógico que un conflicto que en otras circunstancias se hubiese podido solucionar, o al menos manejar con madurez, sensatez y reconocimiento de la parte de responsabilidad de cada uno, lo que termina convirtiéndose sea en una batalla campal. Se torna en una consumidora bola de nieve que va acumulando cada vez más impotencia, dolor y agravios. Aún así, -y con lo difícil que es encontrarla en este mundo-, hay gente muy valiosa que se ha ido de nuestra vida para siempre, o las dejamos ir por orgullo impasible (que a veces duele más) por no ceder un ápice, y por no haber estado ambos a la altura de la otra cara del cariño…la que no sale en las postales. La que exige mucho trabajo, entrega y equidad, tan difícil pero necesaria en cualquier tipo de relación después de la honestidad para no cabalgar sobre monturas falsas.

En teoría, y de cara al público, todos sabemos que cuando esto sucede hay que seguir adelante…, sin mirar atrás porque el amor no muere, solo cambia de nombre y eso lo entendemos no mucho después, sino lo más rápido que nos exige el corazón. Hay que creer que algo mejor vendrá, darle vuelta a la página. Hay que intentar continuar con nuestra vida, salir, estar rodeado de amigos y gente que está ahí y está esperando el momento en que la miremos…y toda esas cosas tan bonitas que dicen los espantosos libros de auto superación. Que no hay que rebanarse los sesos pensando en qué fallamos o por qué no fuimos capaces de construir algo mejor con el enorme potencial que tuvimos en las manos como pareja, etcétera. Eso nos dicen los gurús. Pero ya nos pueden decir lo que quieran, que mientras no lo suframos en carne propia no aprendemos. Y a veces ni así.

En la práctica y fuero interno, es otra cosa. Esto es algo que produce vergüenza aceptarlo, pero que es muy común. Si tardamos muchos años, mucho tiempo en encariñarnos y amar con locura a una persona, mal podríamos pensar que esa enorme huella, ese acostumbramiento sensorial y mental con el otro se va a desvanecer como por arte de magia, tan solo porque lo deseemos y estemos muy enfadados. No.

No suele ser así. Toda relación importante en nuestra vida cuando cae, tiene un período de desmoronamiento largo, de desintegración lento. Hasta llegar al punto de ser conscientes que después de intentarlo todo, ya estamos seguros que no se puede salvar aun invirtiéndole toda la plata posible. Pero mientras llega ese incierto momento, por más que tratemos sacarla de la cabeza, nos asalta en forma de recuerdos, deseo, lugares, amigos en común, canciones, libros, deudas o películas y botellas de vino que se han compartido. El mismo cuerpo en la intimidad, tarda en volver a sentir confianza con otra persona, con otro cuerpo a la hora de intentar “rehacer” nuestra vida con alguien distinto. O simplemente tener una aventura sexual sin compromiso. Después de haber logrado un acoplamiento pleno e identificación con una persona amada durante años, motivado por una profunda atracción y cariño mutuo, cuesta volver a sentir la misma fluidez y desparpajo con otros cuerpos. Supongo que a las mujeres les sucede igual, o parecido. Es obvio que con el tiempo, y sobre todo con paciencia y la llegada de una nueva ilusión importante, esto va pasando. Pero es comprensible: los mecanismos de nuestro cerebro que estaban acostumbrados a recibir fuertes dosis de placer con solo compartir, ver, oler, escuchar percibir o entrar en el cuerpo de la otra persona, o el amor que ya no está, siguen añorándolo durante un buen tiempo por mucho que queramos evitarlo. Si para colmo había algo en común, el proceso es aún más complicado y traumático. Muchas veces infame cuando se utilizan los elementos o palabras que existieron como moneda de cambio o fuente de chantaje.

Cuando los motivos de la ruptura son evidentes: deslealtad, deshonestidad y falsedad, por ejemplo, es horrible, duele de todas formas, pero al menos hay consuelo en que simplemente nos equivocamos y un poderoso aliciente para alejarnos de esa persona, pero cuando te descubren que nunca has sido nada ni nadie y solo has sido usado, eso es peor.

Quizás cuesta más cuando los motivos del desgaste son paulatinos, progresivos pero inciertos. No se saben identificar con exactitud: quizás desconfianza injustificada por ambos o alguno de los miembros. Inmadurez, celos no controlados y sostenidos en el tiempo. Quizás un aburguesamiento del cariño, o excesiva relajación en la pasión o los afectos. Tal vez perspectivas distintas en cuanto al manejo de la relación, o la visión de la vida que evolucionaron de forma diferente con el tiempo. Expectativas exageradas de uno con respecto al otro, o excesiva dependencia emocional o económica de alguno. Al no haber una causa “cruda, clara y espectacular” que sea fácil de explicar ante los demás, como la infidelidad sostenida y furtiva, o el maltrato, cuesta más asimilar por qué algo tan bello y querido se está desvaneciendo ante nuestras narices sin saber qué diablos lo está matando.

Entonces es cuando se empiezan a dar palos de ciego, y las dudas nos inundan, la inseguridad se adueña del horizonte, y aunque lo pensamos a menudo vacilamos ante la posibilidad de dar “el gran salto” que creemos necesitar para hallar nuestra libertad. Quedarnos dentro nos produce el mismo temor y amargura que alejarnos del nido. Los recuerdos bellos nos asaltan justo cuando nos preparamos para aprender a sentir indiferencia. Sin embargo no hay que sentir vergüenza por no tener todas las respuestas, ni por saber qué diablos es lo que hay que hacer siempre y en todo momento. Eso no se enseña en ningún lado, se aprende dentro y estando sumergido. Gran parte de las parejas que les cuesta dejarse de manera automática, o no han sido capaces de hacerlo de forma más cortante, es porque están seguros que la frontera que separa su frustración y deseo de romper con sus ganas de continuar es muy difusa, muy delgada. Porque en el fondo saben que en cada gran historia de amor que agoniza nunca hay buenos del todo, ni malos que no tengan muchos méritos. No hay vencedores, tan sólo dolor: todos pierden, ambos, desde el punto de vista de cada uno.

Cuando abandonamos (o somos abandonados) a alguien muy amado, el sabor agridulce se instala de manera obstinada en nuestra mirada y en el rumbo de nuestros pasos no lo tenemos del todo claro, dudamos, no terminamos de estar seguros si la decisión que tomamos era la que queríamos, era la correcta, o si lo que deseábamos de verdad era que hubiera ocurrido algo casi milagroso que lograra salvar el barco donde tan felices habíamos sido a pesar de los crueles coletazos del naufragio. No acabamos de entender si ese desagradable sabor de boca es causado por el remordimiento de no haber hecho más y por las malas actuaciones que tuvimos; o más bien motivado por el rencor de acordarnos del daño que creemos que nuestra pareja nos causó. Por eso en una profunda crisis provocada por la caída de un gran amor, la incoherencia entre nuestros pensamientos y lo que terminamos haciendo, entre nuestras intenciones y el resultado de nuestros actos…. Es tan acusada. Por eso “recaemos” con frecuencia. Lo intentamos una y otra vez, buscando esa fórmula mágica, buscando esa solución redentora, que a menudo por más que nos esforcemos no llega.

Es un hecho que a veces nos encantamos de personas que objetivamente no son para nosotros (estamos en donde no nos quieren y no nos damos cuenta). Eso, como es apenas previsible en el ser humano al que la razón se le va de vacaciones cuando se enamora, lo descubrimos cuando ya estamos mordiendo el polvo. Tampoco ayuda mucho que nos obstinemos por formalizar cualquier atracción a las primeras de cambio, sin darnos un margen de tiempo para conocernos mejor. Vamos con mucha prisa…, y luego nos quejamos. Hay personas que a pesar de tener una gran calidad humana fuera de toda duda, de ser inteligentes, hermosas, muy valiosas…, simplemente no son para nosotros y viceversa. Hay una incompatibilidad manifiesta con nuestras necesidades o forma de ver la vida. Desde luego en el momento de la gestación del enamoramiento, aspectos vitales como este se subestiman o pasan a un segundo plano opacados por el frenesí de la pasión o el perverso interés. En muchas ocasiones confundimos una afinidad, compenetración y atracción erótica irresistible, con amor. A veces sobrestimamos las probables cualidades de alguien en gran medida espoleados por el enorme atractivo físico, por el carisma o el poder que esa persona tiene y ejerce sobre nosotros. Sí, porque el poder también enamora, ya sea en forma de dinero, influencias, admiración profesional o intelectual por alguien. Pero es muy probable que una relación que nace motivada por estos espejismos, tenga bastantes posibilidades de no llenarnos cuando cesa el deslumbramiento. Ahí es cuando hace su irrupción su majestad el dolor: para el que no sabe cómo salirse, y para el que ya está enamorado de verdad y quiere retener.

A veces también desarrollamos nocivas conductas paternales o maternales con alguna persona que nos gusta mucho y amamos. Actitudes malsanas que están motivadas más por las carencias y traumas que podamos arrastrar nosotros. Y es que a veces el hombre necesita una mamá, que soporte la lamentable inmadurez, una madre que los termine de criar, pero todo con resultados catastróficos para los dos a largo plazo, por supuesto. Sin embargo cuando estamos muy enamorados jamás pensamos en esto, y si lo hacemos lo relativizamos hasta niveles vergonzosos, poco inteligentes. Nuestra paz y nuestra ilusión se sostienen en la medida que lo que hemos construido se mantenga de la mejor manera. Y ya en un momento, aunque haga aguas por muchas partes, nos empeñamos en sobrellevarlo como sea. Más pensando en todo lo que hemos invertido, que en que realmente funcione bien o tenga viabilidad armónica en el tiempo.

Al provocarse el desamor o las separaciones siempre en momentos de tanto desgaste, donde tenemos el sistema de sensatez, paciencia y auto crítica bajo mínimos, y el de estrés en niveles realmente inquietantes, es muy probable que perdamos la perspectiva, la objetividad, y empecemos a juzgar al otro más motivados por nuestra decepción y frustración, que por verdadero sentido de justicia e imparcialidad. Ser juez y parte estando despechado no es buen augurio, ni el estado óptimo para tomar decisiones importantes. Ahí es cuando metemos la pata y cometemos los errores y ofensas más indignos contra la persona que en teoría más amamos. Una relación de pareja jamás muere como consecuencia de uno sólo de los componentes. Aunque heridos y con las vísceras en la mano por una traición, una ruptura desesperada, o una separación “civilizada” así queramos hacérselo saber al mundo. Para que algo, que ha sido hermoso y duradero se vaya a la chingada, se necesita haber hecho las cosas rematadamente mal durante mucho tiempo…, ambos. Ya sea por acción, omisión, ignorancia, inexperiencia, falta de sensibilidad compartida o comunicación deficiente. Hay personas que les encanta pensar que el otro o la otra son los únicos y absolutos culpables de su tristeza y desgracias. Y lo piensan quizás por el hecho de ser más histriónicas, histéricas o espectaculares en la exhibición de su pena. Sin embargo en un amor grande en decadencia, el otro también sufre. Siempre. A su manera, pero sufre. Adoptar un papel victimista no exonera de la responsabilidad a nadie. Y solo el tiempo y la calma que da la marea cuando ha bajado, nos permite ver que cuando un amor naufraga siempre hay dos culpables, los mismos culpables que cuando estaban sintonizados y remando para el mismo lado, permitieron que ese amor se afianzara y creciera como la espuma.

Nos encanta, cuando estamos heridos por el desamor, pensar que el otro es falso malvado o indigno de nuestra sincera entrega: porque simplemente no nos da la razón, y acepta que él es el total y absoluto malo de la película. Nos encanta desacreditarlo de cara a nuestro confidente, porque todos tenemos uno, para que quede claro cuánto dolor nos está infringiendo. Aunque luego nos arrepintamos y tengamos que cargar con el remordimiento de haber sido injustos y para colmo, ya no poder cambiar la imagen que se hacen las otras personas de algo que es culpa de los dos. Esto lo único que consigue es empeorar las cosas y hacer que el acusado juzgado y condenado salga más rápido de lo que hubiese sido deseable, más que nada si quiere conservar su salud mental. Si sólo “el otro” es culpable: es lo ideal, así nosotros salimos ilesos. Porque madurar y cambiar lo malo que cada uno tiene sin excepciones, cuesta mucho, es muy complicado, requiere mucho trabajo, y eso es algo que poca gente está dispuesta a hacer si hay alguien a quien podamos cargarle las culpas.

Muchas veces perdemos a gente que amamos por increíbles ejercicios de hipocresía, completamente enajenados por la ira. Condenamos actitudes y posturas que quizás nosotros hemos hecho, y tan sólo tenemos la suerte de no haber sido descubiertos. Juzgamos hechos que si la situación fuera al contrario, nos encantaría que alguien que nos ama nos pudiera perdonar, y en últimas ante una simple solución pacífica y definitiva, optamos de manera vergonzosa por la ofensa y la confrontación. Dicen que en el amor y la guerra todo vale, pero esa es una frase infame. Los refranes por el hecho de ser llamados “sabiduría popular” no necesariamente son sabios. La guerra es lo más espantoso que pudo haber inventado la humanidad, y compararla en su “ética” con el amor, es bastante estúpido, lamentable.

“La humanidad nace ignorante, no estúpida, es la mala educación la que nos hace estúpidos”. Bertrand Russell.

Una ruptura de un gran amor. Una separación, un adiós cuando nos han amado y hemos amado de verdad es quizás junto con la muerte de un ser querido, una de las situaciones más difíciles de superar para cualquier ser humano. Pero se puede, si uno quiere. No es fácil ni mucho menos rápido. Por desgracia tiene un protagonismo lamentable nuestra pésima educación sentimental y el arraigo tradicional de reaccionar ante ciertas situaciones como lo hace “todo el mundo”. El condicionamiento cultural negativo, entorpece el manejo de algo que podría ser constructivo, incluso armonioso y a la altura del maravilloso sentimiento de amor compartido que se abandona. Nos enseñaron a ser víctimas, nos enseñaron que ante el primer desliz o infidelidad de nuestra pareja había que ser tajantes, inflexibles y cortar por lo sano (aunque esa persona que se equivoca igual que nosotros, valga mucho más que cualquiera que hayamos conocido) nos enseñaron a no aceptar que también somos imperfectos y vulnerables, torpes e insensibles. Nos enseñaron a odiar a la más mínima oportunidad, nos educaron en el rencor, en la desconfianza, en el resentimiento y eso es lo que recogemos: desolación, intolerancia, vacío e incomprensible melancolía justo después de haber tocado el cielo.

Uno de los sentimientos más mezquinos que puede haber en el mundo, es ser deshonesto y sentir al menos cariño imparcial por alguien que en teoría se ha amado tanto. Si fuera verdadero amor es imposible que eso suceda. El amor cuando es del bueno, no muere. Se transforma en amistad profunda, admiración o cariño. En cualquier otra cosa positiva, pero no muere ni mucho menos enseña a odiar, solo cambia de nombre ¿Sí me explico verdad?

Para comentarios escríbeme a morancarlos.escobar@gmail.com

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