jueves, 6 de enero de 2011

La historia del cheff

Por Carlos Morán
Todos los caldos son sabrosos, siempre y cuando se ejecuten con amor. En nuestra cocina mexicana las entradas se caracterizan por ser como sus mujeres, ¡calientes!; nada como una crema de champiñones con ese extraño sabor que seduce el paladar, una sopita de fideos que nos recuerda nuestra infancia y nos manda de golpe a la cocina de mamá o un caldo que nos vuelve a la vida después de una noche azarosa.

Hace poco asistí a una fiesta y me sorprendió una sopita que el cheff ofrecía con cierto encanto, gordo por cierto el caballero como suelen ser estos cocineros que le imprimen a cada plato su sazón, me dijo que estaba caliente, y en efecto, el hombre sudaba por el clima pero además por el vapor que le llegaba a la cara, abrió la sopera y pude ver un caldo que de inmediato te conquistaba por el vapor y un delicioso aroma a chile guajillo.

No tardé en iniciar conversación con este hombre que se retiró el gorro que lleva más de cien pliegues y que representa las cien formas de cómo cocinar un par de huevos. Originario de La Trinitaria no tardó en sincerarse y decirme que no era cheff, sino que había cursado una carrera técnica de gastronomía en el Distrito Federal y que su mayor experiencia se la debía a un maestro quien lo había invitado para que practicara a su lado en un restaurante de la colonia Condesa.

En realidad le inspiré confianza al hombre porque se desnudó del alma cuando me dijo que se había ido con muchos sacrificios a estudiar apoyado por su esposa, quien se tuvo que poner a trabajar duro para que él hiciera realidad sus sueños. El hombre regresaba a casa cada fin de semestre y durante los pocos días que estaba en casa, procuraba cumplirle a la mujer por todo el tiempo de ausencia; la paseaba por todas las lagunas naturales, la cargaba para cruzar algunas veredas peligrosas para postrarla al lado de un riachuelo y hacerle el amor como se ve en las películas.

Al hombre se le partía el alma cada vez que tenía que dejarla, sufría con asaltos mentales donde se imaginaba al amor de su vida en peligro y no poder estar para defenderla, pero lo tranquilizaba la carita de santa de la esposa quien le daba ánimos, le decía que se apurara para que ya no tuvieran que estar separados, que iría a la iglesia de San Caralampio cada fin de semana a pedir por él y porque a ella le diera paz en sus noches donde la despertaba un calor que le agarraba por las piernas y que la volvía loca.

Cuando el estudiante llegaba a México, se acomodaba en sus quehaceres cotidianos y por la noche escribía largas cartas cuajadas de romanticismo para su amada donde le profesaba además de su amor, lo mucho que la extrañaba y que contaba los días para estar a su lado; que por favor pensara en él siempre, que se cuidara, que no le abriera la puerta a nadie de noche y que no volviera muy tarde a casa para evitar que tuviera un asalto o un maleante quisiera tomarla a la fuerza, no porque fuera bonita, sino porque sabía de la coquetería natural de su amasia.

La esposa le reviraba las líneas con un buen tanto de amor donde le aseguraba que no había nadie en el mundo que pudiera ocupar su lugar, y que solo él era el dueño de su “tesorito”, como llamaba la mujer a su partecita íntima. El estudiante al recibir la misiva se ponía alegre, seguro pero a la vez le atrapaba la duda, y es que la mente es malvada, me confiaba el hombre, porque se te retuercen las venas y no me quedaba otra más que confiar en lo que escribía la mujer.

Tres años después el hombre terminó sus estudios con honores, fue reconocido por la escuela como el mejor y tuvo la oportunidad de ser contratado por el mejor hotel de la ciudad, pero su amor lo esperaba ya instalada en Comitán, y él no podría fallarle, sobre todo porque gracias a ella él se había convertido en un profesional de la cocina, así que con mucha pena agradeció a la cadena hotelera la atención, empacó sus pocas pertenencias y volvió a su pueblo, pasó antes a La Trinitaria para saludar a su madre y luego continuar su camino. Un error que le marcó su vida para siempre, mejor le hubiera ido irse directo a Comitán que hacer una escala previa.

No faltó el dueño de la tiendita, el panadero, la señora que vendía rábanos y pepita molida de calabaza, el vendedor de jobos y hasta el cura de la parroquia quienes le dijeron –que bueno que ya volviste Omar- , pero acompañaban la frase con muecas, miradas chuecas, cachitos hechos con las manos y una que otra señal que lo pusieron nervioso. Finalmente su madre le dijo que antes que él comenzara a estudiar, todo el pueblo murmuraba que su esposa “le quemaba las canías” con un muchacho que la llevaba en su camioneta y la tomaba entre el monte, dio otros detalles más que mejor los omito, no vaya a ser que la historia se parezca a alguien del pueblo y me reclame.

Casi con lágrimas en los ojos me contó el hombre que fue a buscar a su mujer solo parta quitarse el coraje y dejar todo en claro para siempre. Llegó a la casa y la mujer lo esperaba con una sonrisa de oreja a oreja, la abrazó como nunca lo había hecho, también la besó con mayor enjundia y en seguida le lamió el cuello, le bajó el cierre de su vestido y descubrió que estaba de entrega inmediata, no tenía ropa interior, la siguió besando hasta llevarla al catre y en ese momento cuando la tenía desnuda le dieron ganas de ahorcarla como se mata a una gallinas de rancho, pero se contuvo y mejor la hizo suya de un solo golpe.

La esposa gritó y él se concretó a seguir adelante sin perderle la mirada, le recitó las mismas palabras que le dijo la primera vez que la amó, le volvió a bajar las estrellas y ella respondía con gemidos, le preguntaba quién era su madre y la mujer ronroneaba como gatita en celo confirmando el matriarcado, le susurraba al oído sí efectivamente era su papito y ella entre jadeos le decía que sí, que no había en el mundo otro como él… El hombre se mordía los labios pero no de placer sino de coraje.

En eso estaba cuando le dijo a la esposa poniéndose de pie, -ya no tienes que seguir fingiendo, ya sé toda la verdad y venía a matarte-, a tiempo que le enseñaba un cuchillo cebollero que se ganó como trofeo en un concurso de cocina que llevaba impreso su nombre, pero mejor le agradeció todo el tiempo que lo había engañado y le deseó suerte. Supongo yo que el buen hombre sabía que mujeres es lo que sobra y que no valía la pena irse a prisión solo por un par de cachitos.

El buen hombre se entregó al vino por espacio de dos meses, todos conocían su triste historia y hasta sirvió de ejemplo para muchos matrimonios, solo que otros si aseguraban que harían efectivo lo del cuchillo cebollero, porque es mejor verla muerta que en brazos de otro. Hasta que una mañana que estaba acostado en una banca del parque, una luz lo iluminó, recordó a su maestro de cocina, recapacitó sobre el valor de la vida y decidió volver…

Ahora, el hombre ya sano y reincorporado a la vida se encontró a otra mujer, una no tan bella como la que le había sido infiel, según él, quien lo ayudó para que se restableciera de ese duro golpe y -míreme, acá estoy-, me dice el muchachón golpeándose la panza. Encontró trabajo en un hotel de Comitán y ahí sirve a todos los amantes sus delicias, perfeccionó algunas recetas de la región y entonces le pregunté de qué era la sopa que me mostraba.

No me habló de la historia de este caldito aguado, simplemente me dijo que en Comitán es tradicional que se sirva una sopita o caldito a base de mollejas de pollo y patitas del mismo; me explicó que las mollejas se lavan bien y se ponen a cocinar, se parten en cuadritos ya cocinados y por separado, se cocinan las patitas de pollo partidas en trozos de 4 centímetros en suficiente agua. En el agua donde se están cocinando las patitas se le agrega una salsa a base de chile guajillo, cebolla, ajo y hierbas de olor que se sofríe, se muele y se cuela; se dejan caer las mollejas partidas de un solo gesto y se le pone sal al gusto. Se sirve caliente, por lo que se debe beber con prudencia.

Hablamos como expertos y nos referimos a la lista inmensa de caldos, sopas y cremas, del efecto que surten algunas y de cómo deben beberse. En realidad el cheff no es un tipo feo como para que lo hubiera cuerneado la esposa, era gordito pero de piel blanca, chapas en las mejillas, barba rasurada, cabello colocho, ojos amielados y dueño de un tremendo cuerpazo que parecía de gladiador, tanto que la mujer con quien ahora vive en pareja, no es cómo él la describe, sino una mujerona sexy con mucha personalidad que hoy goza de la fama de este hombre y también de los guisos que le hace en exclusiva para después de hacer el amor.

Los caldos son buenos para toda ocasión, después de un funeral levanta el ánimo, cuando se tiene tos alivia el pechito y después de hacer el amor, da fuerzas para seguir cabalgando.

Para comentarios escríbeme a morancarlos.escobar@gmail.com

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